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En medular y documentado trabajo, demuestra James A. Lucas que, desde el fin de la II Guerra Mundial, Estados Unidos ha matado más de 20 millones de personas en 37 países víctimas. Ese genocidio ha sido cumplido en parte significativa a través de la North Atlantic Treaty Organization, (NATO, u Organización del Tratado del Atlántico Norte: OTAN para los hispano parlantes). Al final de la conflagración mundial, las fronteras políticas se confundieron con los límites de la ocupación militar de las potencias vencedoras. En vano fue que los soviéticos invocaran en todos los tonos la paz y el pacifismo. El objetivo de Estados Unidos y sus satélites era crear una amenaza militar que forzara a sus antiguos aliados a gastar en armamentos los fondos que pudieran invertir en reconstruir un país que sobrellevó la más pesada parte de la carga destructiva de dos contiendas mundiales. No hubo paz: el fin de la II Guerra Mundial fue el estallido de la Guerra Fría.
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Fuere cual fuere su temperatura, la Guerra requiere ejércitos, y para formarlos es preferible que los propios países ocupados pongan el dinero y la carne de cañón. Hacia su decadencia, el Imperio Romano se mantuvo con legiones de mercenarios de los pueblos oprimidos. Inglaterra dominó la India con tropas de cipayos locales. Bajo la influencia de Estados Unidos, veintiún repúblicas americanas suscribieron en Río de Janeiro en septiembre de 1947 el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), que las obligaba a prestarse asistencia militar en el caso de agresión de una potencia extracontinental. Dicho modelo inspiró el Tratado de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) suscrito en 1949 y el Tratado del Sureste del Asia (SEATO) suscrito en Manila en 1954. Es la primera piedra de tres alianzas militares que colocan de hecho bajo control estadounidense los ejércitos de América Latina y el Caribe, de Europa Occidental y del Sureste del Asia. La docena de países que en principio se unieron a ella no lo hicieron por una decisión soberana: estaban militarmente ocupados por ejércitos estadounidenses e ingleses y por tanto incapacitados para decidir libremente su propio destino.
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Concebida como amenaza, la OTAN no ha dejado de hacerse cada vez más amenazante. Arranca con una docena de miembros en 1949, y en la actualidad comprende 30, de los cuales 14 se incorporaron luego del fin de la Guerra Fría, cuando su supuesta finalidad –contener la Unión Soviética- había desaparecido. Durante la Guerra Fría, mantuvo cerca de medio millón de efectivos ocupando Europa. Para 2019, sus moderados gastos ascienden a US$1.036 trillones (un trillón es un millón de millones: la unidad seguida de doce ceros). Imaginémonos el Paraíso que sería el Viejo Mundo, de haber aplicado esos recursos a la paz, a la cultura, a la convivencia.
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Dice la voz popular que cuando en un gallinero hay dos gallos, uno está haciendo el papel de gallina. Preguntémonos qué rol desempeñan ejércitos y gobiernos nacionales en países ocupados por tropas de una confederación extranjera. A los altaneros europeos, que colonizaron el mundo, les toca probar el estatuto de colonias. El papel de la OTAN de fuerza de ocupación foránea del “Mundo Libre” cambió por un inaudito acontecimiento. La Unión Soviética, que desde 1917 había resistido victoriosamente el asedio de todos los imperios del mundo, sucumbió ante la traición interna. Fingiéndose socialista, el neoliberal Boris Yeltsin se hizo elegir Presidente de Rusia por el Poder Legislativo de la Duma, y decretó medidas de libre mercado que suscitaron el rechazo popular. Una muchedumbre protestataria se reunió ante el Parlamento; misteriosos francotiradores hicieron víctimas entre los manifestantes y las fuerzas del orden, y Yeltsin ordenó al ejército demoler a cañonazos la Duma, con los parlamentarios dentro. Gracias a este democrático procedimiento, perdió la Unión Soviética su condición de Segunda Potencia Mundial y terminó disolviéndose en 1991.
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No hay más triste situación que la de un país reducido a botín. El gobierno de Yeltsin inició un remate a precio vil de los bienes y servicios públicos creados durante 74 años por los obreros soviéticos. De esta rebatiña emergió una nueva oligarquía, no surgida del talento, del trabajo ni de la producción, sino del latrocinio del patrimonio de todo un pueblo. Una encuesta de 2018 reveló que 66% de los rusos deploraba la disolución de la URSS.
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Mientras existió la Unión Soviética, la amenazadora OTAN no emprendió ni una sola acción ofensiva. Disuelta aquella, el envalentonado ejército de ocupación de Europa se convirtió en violenta fiera dispuesta a imponer al resto del mundo la unipolaridad. En 1990 y 1991 ya despliega una “fuerza de rápida reacción” en el escenario de la invasión de Irak a Kuwait. Entre 1993 y 1995 fuerza la desintegración de Yugoeslavia, estableciendo una zona de “Exclusión Aérea” sobre ella, derribando sus aviones, bombardeando sus defensas y ocupando el país a ser fragmentado con 60.000 efectivos. En 1999 bombardea la martirizada nación durante 78 días, y en 2001 ocupa Macedonia con el pretexto de desarmar milicias albanesas que operaban en la zona. El mismo año ya se cuadra con Estados Unidos en operativos para prevenir supuestos ataques terroristas en el Mediterráneo. En 2003 asume el comando de tropas de 42 países para controlar Kabul, la capital de Afganistán, donde permanecen hasta que los afganos los expulsan en 2021. A partir de 2004 entrena las fuerzas represoras en Irak. Desde 2009 despliega buques de guerra en el golfo de Adén, el Océano Índico y en Somalía. Para 2011, crea otra zona de “Exclusión Aérea” sobre Libia, embarga la importación de armas y lanza 9.500 misiones de bombardeo para impedir que las fuerzas locales se defiendan de mercenarios invasores, lo que resulta en el asesinato del presidente Muammar Kadafi, la desintegración del país, el robo de los 250 000 millones de dólares de sus reservas internacionales y una guerra civil que dura todavía. Pero su objetivo fundamental es incorporar países en la frontera de Rusia, que sitúen sus proyectiles nucleares a cinco minutos de Moscú. En 1990 Gorbachov consintió la reunificación de Alemania bajo la promesa de que “la OTAN no se expandiría al Este ni una pulgada más”. Desde entonces, a la Alianza Militar se han unido 14 países de Europa del Este, y ya están inundando de armas y asesores a Ucrania, en la frontera de la Federación Rusa.